Mi viaje a la antigua Hatti

[Jaume] «Todo empezó cuando Lucas me llamó desde el Prat, con voz temblorosa y bastante nervioso. No recordaba si habían hecho el cambio de equipaje entre los aviones».

Esta historia ha sido un cúmulo de despropósitos. De no ser por Borja —un tipo peculiar que conocí hace tres años en un retiro de singles donde juré haber visto a Elvis trabajando como auxiliar de vuelo—, nunca habría colaborado en la redacción del viaje de Lucas. Todas sus anotaciones se habrían perdido de no ser porque Borja encontró el portátil metido en la mochila que describió Lucas, con todo lujo de detalles, en el fondo de la bodega de carga del Boeing 747 rumbo a Nueva Caledonia. Por cierto, soy Jaume, y Lucas es como mi hermano.

Todo empezó cuando Lucas me llamó desde el Prat, con voz temblorosa y bastante nervioso. No recordaba si habían hecho el cambio de equipaje entre los aviones. «Pero si dijiste que era un vuelo directo», le comenté. Entonces me soltó lo del mochuelo kamikaze. «Verás, un pájaro fue absorbido por la turbina del avión. Gracias a la pericia del comandante, pudo pilotar la aeronave con un motor, pero pidió autorización al aeropuerto más cercano para realizar un aterrizaje de emergencia. Algunos pasajeros observaron que el pobre pájaro llevaba un chaleco salvavidas, pero de nada le sirvió».

Ahí entró Borja en escena. Cada tres meses lo trasladan de aeropuerto. No sé si es por eficiencia o por ineficacia. Aquellos días estaba operando en Atenas. Se encarga del control de calidad de pasajeros y equipaje. Le pedí que buscara la mochila de Lucas (con una bandera catalana atada en la cincha y una mancha de aceite, resultado del empujón que le dieron a su amigo Samuel en el metro, mientras engullía su tradicional bocadillo de anchoas). «Fácil», dijo. «La vi atrapada debajo del baúl de un grupo de músicos octogenarios que decidieron retirarse a Nouméa, porque estaban hartos de vivir en hoteles».

Lucas sería capaz de facturarse a sí mismo para no caminar hasta la puerta de embarque. Por eso no me extrañó que la mochila pudiese acabar en las antípodas. «Muchas veces los operarios confunden las siglas de los vuelos», me confesó Borja. «El mes pasado mandaron un ataúd a Disneyland con una etiqueta bastante sorprendente: “Disfruta del viaje, compañero”».

Cuando Lucas recuperó su Lenovo —que según Borja “hizo un ruidito muy extraño al agarrar la mochila”—, me pidió dos cosas desde la playa: que le ayudara a ordenar sus notas sobre Hatti, «es como una novela de ciencia-ficción, en plan La guía del autoestopista galáctico», dijo, y que le enviara a Borja una botella de Chivas 24, que él usa como combustible para su Vespa.

La de veinticuatro años no la encontré por ningún sitio, así que me aventuré a enviarle una de dieciocho años. Pensaba que no tendría importancia, pero, para mi pesar, sí la tuvo. Lucas dejó de comunicarse conmigo durante semanas, y eso me descolocó.

Pasados veinte días desde su silencio, sonó el teléfono. Era Lucas, informándome que vendría a comer a casa y, de paso, me contaría una historia tan inverosímil como apasionante. Una vez aclarado que su ausencia no tenía nada que ver con el malentendido —de hecho, no mencionó el Chivas—, nos pusimos a charlar como si hubiera pasado un día desde la última vez. Se disponía a contarme sus aventuras por Capadocia.

Llevo muchos años escuchando historias, pero la que me contó Lucas no sabría cómo catalogarla: esotérica, mística, un fake, real… Solo sé que le ocurrió a él, contado con sus propias palabras y gesticulando como de costumbre. Me dijo que me pusiera cómodo y empezó, más o menos, por el principio. Digo casi porque, de vez en cuando, cambiaba de día según le venía a la cabeza.

«Escúchame con las dos orejas porque lo que te voy a contar no tiene desperdicio» —dijo Lucas, señalándome la butaca que conseguí rescatar de mi último divorcio—.

La historia fue tan increíble que, cinco meses después de que volviera a desaparecer de su ajetreada vida, sigo sin digerir bien todo lo que contó.

—Si me prometes que lo viviste en tus propias carnes, tendré que creerte —le dije con una cara de asombro que no recuerdo haber tenido en muchos años.

Y así, sin más preámbulos, Lucas comenzó a explicarme esa experiencia casi mística que compartió con Jonás, Sarah y sus dos lobos.

—¿Dos lobos, de verdad, y en Capadocia? —asentí con cara de asombro.

El tiempo que permaneció por aquí, noté algo raro en él. Hablaba de un metal que aparece y desaparece según tu estado de ánimo y, además, pospone nuestra comida trimestral (es la tercera vez que usa la excusa “tengo que descongelar el frigorífico”).

En fin, espero que disfrutes de este relato. Yo al menos flipé en más de una ocasión ordenando sus notas, aunque algunas teclas olían a kebab y en la tapa del portátil había escrito, por decirlo de alguna manera, garabatos como «¿Quién mató a Bambi?», o «¿Por qué las luciérnagas no alumbran por delante?». Cosas de Lucas.

Todo es bastante raro, pero… ¿Empezamos?

Los preparativos

Llevaba algunos meses barruntando la idea de desaparecer una temporada. Cansado de mis seguidores, había decidido establecerme un tiempo lo más alejado posible de la civilización. Estaba harto de atender llamadas, responder emails, acudir a reuniones interminables y necesitaba distanciarme de todo.

Un compañero de trabajo me aconsejó que no hacía falta irme a las antípodas para desconectar del trabajo, de mis conocidos y, tal vez, de mí mismo. «A menos de cuatro horas de vuelo y algunas más en un todoterreno, te puedes plantar en medio de la nada», me dijo Samuel. Es el informático de la tercera planta. Se encarga de desarrollar en Python los escenarios que diseñan los ilustradores, con mis acotaciones narrativas, en los juegos para adultos que montamos en NLT Media.

Sam, como le gusta que le llamen, me enseñó un montón de fotos que guarda en el Drive de su móvil, más arañado que su dignidad después de tres divorcios. Sus ex le exprimieron hasta la transfusión de sangre que le pusieron en el Hospital Clínico, cuando en la Semana Santa pasada se encontró con un enorme jabalí. Chocó de frente mientras probaba su Lancia Delta Integrale.

[Jaume]: Parece ser que este Sam, en una ocasión, arregló un *404* —es decir, un bug crítico— mientras hacía yoga en la postura del sol naciente. Se ve que el tío es bastante bueno. Es de esos aventureros que, con dos mudas, una brújula, una navaja suiza, algo de dinero y muy poca vergüenza, es capaz de moverse por el mundo sin problemas.

Hace unos años, viajando por Capadocia, Sam se cruzó con un tipo muy peculiar. Al principio, pensó que se trataba de un homeless, pero después de conocerlo más a fondo, tuvo que cambiar radicalmente de opinión.

[Jaume]: Aquí hay una nota donde pone que Samuel le animó a que lo conociera en persona. Se lo dijo mientras le pegaba un mordisco a su bocadillo de mantequilla con anchoas. El supuesto homeless que mencionó hablaba con las piedras.

—¿Con las piedras? —repetí asombrado.

Emocionado con esas fotos tan increíbles, hice caso de su consejo. Una tarde que no tenía que ir a NLT, preparé el viaje con cierto recelo, pero emocionado a la vez. No me considero tan aventurero como Sam, pero necesitaba cambiar de aires. Estaba agotado de mente, y un viaje de ese calibre me abriría los poros de la curiosidad. Busqué en internet la información que me pasó Sam para valorar qué podría meter en la maleta. Mientras deambulaba por la casa, pensé en la temperatura que haría en primavera: un paraguas o chubasquero por si las moscas, crema protectora, una gorra, gafas oscuras, antimosquitos… Tal vez un plumón, una cantimplora; no sabía qué hacer. Hacía mucho tiempo que no preparaba una maleta. «He ido más al cine que de viaje. ¿Maleta o mochila?» —volví a preguntarme—.

[Jaume]: Mientras ordenaba sus notas, solté una risita al imaginar a Lucas cantando bajo la lluvia, como hizo Gene Kelly en aquella película. En una zona de la Tierra en la que llueve de uvas a peras, no imaginaba a Lucas cargando con un paraguas, a no ser que fuese para resguardarse del sol.

Estaba decidido. Compré en una plataforma de reservas los vuelos de ida y vuelta, más el alquiler del todoterreno, aprovechando un descuento que ofrecía la agencia al reservarlo con dos meses de antelación. Un Jeep Renegade rojo, con el aire acondicionado caprichoso que, más tarde, descubrí que funcionaba a base de darle golpes con fuerza en el salpicadero.

Mi gran aventura en solitario estaba a punto de comenzar.

Destino Turquia

Llegué con bastante antelación al aeropuerto del Prat. No me gusta ir con prisas. Prefiero tomármelo con calma. La salida del vuelo con destino a Kayseri Erkilet estaba prevista para las 10:15 a. m., y la llegada, después de hacer escala en Estambul, era a las 18:15, sin contar con posibles contratiempos. Lo que más me preocupaba era la ruta hasta la casa del homeless. Samuel dijo que tardaría, como mucho, una hora y media.

Como era previsible, me perdí. Estuve cuatro horas dando vueltas por el desierto. Las coordenadas que Samuel me facilitó las introduje mal en el GPS, lo que provocó, aparte de un ataque de ansiedad, un retraso enorme.

El cabronazo de Sam tenía la corazonada de que pasaría esto. Nos conocemos desde hace cinco años y sabe que tengo el sentido de la orientación más o menos por el “recto proceder”. Me despisto incluso saliendo del metro. Si me dicen de subir por una boca, ten por seguro que saldré por la otra y echaré a andar sin mirar a dónde voy. Así que tomó precauciones y le envió un correo electrónico al tipo de Capadocia para que estuviera alerta por si surgía algún contratiempo.

Justo ahora es posible que te preguntes: «¿Un correo de Samuel al homeless?». De momento, tendrás que esperar y seguir leyendo. Esto se pone interesante.

Cuando ya quedaba muy poco para perder la paciencia, divisé, a doscientos metros, una figura plantada en medio de la nada, haciendo señales con una linterna.

—¡Eureka! Lo conseguí —dije mientras aporreaba el salpicadero del Renegade—. Empezaba a estar harto de tanto golpe.

El supuesto homeless me esperaba frente a su «casa», linterna en mano. Cuando me acerqué a él, creí ver a una joven muy guapa que asomaba por detrás. Más tarde averiguaría que era su hija. Estaba acabando los preparativos para que me sintiera como en casa.

—Bienvenido a nuestro humilde hogar. Hace días, Samuel nos adelantó que cabía la posibilidad de que te perdieras. Llevo un buen rato aquí afuera por si aparecías de un momento a otro. ¿Ha ido bien el viaje?, aunque por tu expresión, supongo que no —dijo con una sonrisa—. Por cierto, mi nombre es Jonás y ella es mi hija Sarah.

Permanecí un instante con un pie fuera del jeep y el resto del cuerpo enganchado al asiento de escay, con cara de no haber interpretado bien el comentario de Jonás: «Samuel nos adelantó hace días que…», pero pensé que ya tendría tiempo de pedirle explicaciones. Lo que deseaba desde hacía horas era lavarme un poco y cambiarme de ropa. La que llevaba puesta estaba más cerca de quemarla que de lavarla.

Mientras Sarah me acompañó al interior de la cueva para dejar el equipaje, Jonás iba leyendo el programa que seguiríamos durante mi estancia en Capadocia.

[Jaume]: Anotado en rojo pone que la casa, de humilde, no tenía nada. Más de uno mataría por tener aquella cueva, con una temperatura constante de veinte grados todo el año. Eso sí: de noche, en el exterior, el termómetro caía a diez grados, mientras que de día subía hasta los treinta.

Una vez instalado, Jonás y su hija me invitaron a contemplar una impresionante lluvia de estrellas; un espectáculo único en esa zona del planeta, libre de toda contaminación lumínica.

Yo no sabía nada de Sarah. De hecho, no sabía nada de ambos. ¿Cómo podía ser que dos personas vivieran en medio de ningún sitio? Samuel no me habló de Sarah. Tampoco le pregunté en qué condiciones vivía ese hombre o qué me encontraría al llegar.

La curiosidad mató al gato

Me sentía hipnotizado por ese tipo, por su hija, su casa-cueva, qué diantres hacían allí. No parecía que entonaran con el lugar y, sin embargo, se les veía tan campantes.

—Sé lo que estás pensando —dijo Jonás—. Samuel puso la misma cara que tú, acabó diciéndome.

En ese instante, Jonás comenzó a explicarme su historia. Con voz pausada, me contó que estaba harto de la gente que se metía en la vida de otros. Al principio, los rumores sobre la vida de ambos llegaron a ser bastante desagradables, pero con el tiempo optó por la indiferencia. Estaba cansado de que la gente hablara mal de ellos: que si no era su hija, que de dónde venían, que por qué vivían así. Habladurías. Jonás pasó de estar hasta las narices a la indiferencia más absoluta.

Jonás respiró hondo y siguió con su historia:

—Andrea, mi gran amor, murió un mes después de dar a luz. Yo era un hombre de éxito: un buen trabajo, coche de empresa, una mansión en Alejandría, un alto poder adquisitivo… ¿Y todo para qué? Llevábamos años intentando tener un hijo. Andrea no se quedaba embarazada. Sus folículos eran un poco vagos. Acudimos a un centro de reproducción asistida en Alejandría, el más importante del país. Tras numerosas pruebas, lograron que Andrea se quedara embarazada. Todo iba bien, excepto por un detalle que pasaron por alto: las hormonas sintéticas que le inyectaron estaban en fase experimental. Los casos de éxito solo existían sobre el papel. Nos sentimos engañados.

El fallo de las hormonas se descubrió tres meses después de su muerte. La placenta había «adoptado» un virus letal, indetectable. Los médicos no tenían ni idea de lo ocurrido. Se suponía que estaba todo controlado. Los especialistas eran ellos. Estábamos en sus manos.

Tras ese duro golpe, doné casi todo mi patrimonio al centro de células madre de Stefano Ferrari, en Módena, para que investigaran nuestro caso y así evitar que volviera a ocurrir. Y aquí estoy, perdido en medio de la nada con mi hija. La semana que viene cumple dieciocho años, y el próximo otoño, si todo va bien, entrará en la universidad. Quiere estudiar medicina y después dedicarse a la investigación clínica en el campo de células madre. Aunque te parezca que estamos aislados, le he facilitado todo tipo de conocimientos. Está más preparada que la mayoría de los jóvenes de su edad.

Creo que seguía en shock. Estaba tan impresionado que casi me disloqué la mandíbula de tanto abrir la boca. Esperaba encontrarme con un ermitaño que le había dado la espalda al mundo, y me topé con un hombre culto, sumamente inteligente, un auténtico gentleman, y una hija bellísima, con una inteligencia increíble. Jonás me recordaba a un suizo que conocí en Basilea, pero eso fue en otra vida.

Hoy toca ayunar

Jonás tenía la costumbre de levantarse pronto. A las cuatro de la mañana ya estaba dando guerra. Al ser su casa, no me pude quejar.

—Esto es lo que hay —dijo la primera noche—, para que no me pillara con la guardia baja.

Acostumbrado a lidiar con horarios intempestivos en épocas de duro trabajo, no tuve problemas para adaptarme. «No es para toda la vida», pensé con una sonrisa. En doce días, volveré a la rutina de siempre.

Jonás me propuso un día de ayuno. Solo beberíamos té de hierbabuena. Con cierta irritación en mi voz, le pregunté por qué únicamente té. Le advertí que pasaría mucha hambre, que no estaba acostumbrado a estas pruebas de resistencia.

Jonás apuntó, con cierto sarcasmo, que los ayunos intermitentes que se hacían en mi «mundo civilizado» no servían para nada. Estaba convencido de que cumplía el perfil de los que llevan frutos secos o alguna magdalena en los bolsillos. Y no se equivocó.

Continuó diciendo que, después de no haber comido durante cuatro horas, siempre que se hidratara con esta clase de té, el cerebro segregaba una sustancia agradable que engañaba al estómago.

De mi boca salió un improperio que resonó hasta Burgos:

—¡Y una mierda como una olla! —dije con una sonrisa camuflada de cabreo.

Tuve que calmarme porque jugaba en campo contrario.

Jonás tenía programada una visita al macizo de Aladağlar. Sarah, la noche anterior, había preparado las provisiones: té, unas raíces de aspecto dudoso y media docena de nueces para cada uno. El día prometía. El desierto se presentaba imponente, resplandeciente, de una magnitud inimaginable.

Después de la disertación de Jonás, acabé soltando una risita un tanto nerviosa. Al final, no pasaría tanta hambre, como pude apreciar al ver los frutos secos y los tallos de aspecto misterioso. El propósito de Jonás era romper con las tradiciones occidentales sobre la necesidad de comer ante un desafío físico tan extremo. Con este kit, los tres pudimos realizar la excursión sin cansarnos demasiado. Hablo por mí.

Cuando llevábamos unas cuantas horas caminando, pregunté si podíamos parar un rato. Me iba a reventar la vejiga. Jonás me convenció de que ya pararíamos enseguida:

—Solo quedan trescientos metros para alcanzar nuestro destino.

Cuando llegamos, Jonás dijo que pararíamos un rato para tomar un refrigerio. Mientras abría la cantimplora, casi me da un síncope de la impresión. ¿Cómo podía haber tanta nieve acumulada en la cumbre con el calor que hacía allí?

Lo prometido es deuda

Parece mentira lo que puede cundir un día sin las comodidades de la vida «civilizada». Escribí civilizada entre comillas porque, en la cueva y en el territorio donde nos instalamos unos días —en medio de la nada, en las montañas de Aladağlar—, pensé que me aburriría como una ostra, pero no fue así. Sin móvil, sin portátil, sin noticias, sin contactar con otros humanos, aparte de Jonás y su hija, creí que esos días serían más aburridos que mi viaje a la Toscana con aquel grupo variopinto que conocí a través de María. Quería acostarme con ella, y lo único que conseguí fue que se me borrara la raya del culo con tantos kilómetros sobre la moto.

Mientras Sarah preparaba el té, yo, con los ojos como platos, alucinaba con todo lo que ocurría a mi alrededor. Jonás era un auténtico mago del escenario: en menos de dos minutos podía montar un buffet libre o un chill-out de la nada. Mientras tanto, Sarah me dijo, orgullosa, que su padre era un tipo casi sobrenatural.

Con mucha calma, mientras tomábamos el té, íbamos masticando los pequeños tallos. Intenté descubrir el sabor, pero no lo podía comparar con nada conocido. Sarah me invitó a cerrar los ojos y dejarme llevar por las sensaciones que me producían aquellas raíces. De repente, sobresaltado, dije en voz alta:

—¡No puede ser! Sabe al pastel de manzana que hacía mi abuela en la casa familiar. ¿Cómo es posible? De eso hace más de treinta años.

Sarah me explicó que esas raíces conectaban con el inconsciente, con la glándula pineal, la zona más recóndita del cerebro, donde se almacenan los recuerdos más entrañables. Yo seguía en estado de shock. No me lo podía creer, pero era tan cierto como que estábamos en la cima de una montaña nevada, en medio de un desierto abrasador.

La parada duró más de la cuenta. No teníamos prisa. Ni siquiera hambre. Jonás propuso pernoctar cerca de allí. Caminar por el terreno pedregoso, con un manto de estrellas sobre la cabeza, es una oportunidad que pocos pueden experimentar. Mientras avanzábamos en silencio, una voz familiar resonó en mi mente:

—Abre tu mente; sigues anclado en lo tradicional; deja que tus sentidos te guíen.

De nuevo perplejo, reconocí la voz: era la de mi abuela Catalina, la que preparaba aquella tarta de manzana con hierbas, piñones y nueces. Esa noche, no encontraba palabras para agradecerle a Jonás —y sobre todo a Sarah— cómo había cambiado mi forma de interpretar el mundo. A partir de entonces, miraría con la mente abierta, alejándome de la presión occidental que nubla nuestros pensamientos. Sería como salir de Matrix.

Contemplar el cielo nocturno, metido en un saco de plumas, no tiene precio. Llega un momento en que los ojos duelen de tanto mirar: millones de estrellas creando una retícula en el cielo, como un tamiz lleno de granos de arroz, con el negro de la noche filtrándose entre ellos, en un claroscuro tan tenebroso como fascinante.

Aún quedaban días por delante, y no paraba de sorprenderme con cada frase de mis nuevos y peculiares amigos.

No recuerdo el momento exacto, pero una de las noches siguientes ocurrió algo inexplicable. Sarah apareció en la cueva, sin más. Había preparado una cena exquisita: el agua estaba fresca, y la fruta, en su punto exacto de madurez. No supe de dónde había sacado tanta comida, ni cómo llegó antes que nosotros. Jonás me dijo, enigmático:

—Cuando estés preparado, con la mente más abierta, te lo contaré.

El sueño de Andrea

Compartiendo momentos entrañables con Jonás y Sarah, pensaba en esa vida tan loca que llevaba en Mataró, sin tiempo para meditar, para conectar con mi esencia, con el universo.

Una vez en casa, creció en mi interior una idea estrambótica: largarme a vivir cerca de ellos y olvidarme de todas esas mierdas que nos rodean, de las prisas, del mundo artificial que hemos construido para sentirnos… ¿cómodos?

Jonás se puso melancólico y prosiguió:

—Verás, hará unos seis años, Sarah y yo cumplimos el sueño de Andrea: viajar al Mustang, el reino prohibido de los Himalaya. Mi mujer, desde la adolescencia, soñó con recorrer los caminos empedrados que Michel Peissel había transitado tantas veces. Le habría encantado oír sus historias de brujas, monjes levitando, excrementos de yak para la estufa, esa mantequilla horrible, las banderolas, los cilindros de oraciones… Todo ese misticismo que impregna la cordillera más alta del mundo. Como ya te comenté, no llegó a pisar el Mustang. Murió poco después de que naciera Sarah. Por eso me prometí que, algún día, iría con nuestra hija y esparciría sus cenizas a las puertas de Lo Manthang.

Caminar de noche

Debimos salir de la casa-cueva a las cuatro de la madrugada. Por delante, quedaban seis horas a paso ligero. Caminando sin saber dónde poner los pies, la ruta se alargaría más de seis horas, pensé. Mientras Jonás guardaba las provisiones en la mochila, dijo que todo dependía de mi entrenamiento, mi sexto sentido y la capacidad de observación.

Jonás lideraba la expedición; Sarah y sus lobos cubrían la retaguardia, y yo, en medio, pensando en las musarañas, contemplaba ese paisaje casi lunar, que a oscuras se me antojaba fantasmagórico. El objetivo era llegar, cuanto antes, a una gruta que se encontraba a unos veinte kilómetros. El terreno era agreste, con barrancos de vértigo que fueron apareciendo a un lado del camino. Caerse no estaba en el guion.

A las nueve de la mañana, el sol pegaba fuerte y, sin sombra, el camino se hacía complicado. A las once, llegamos al pie de una escarpada cuesta. Mientras no paraba de asombrarme, con la voz entrecortada, mascullé:
—¿Qué diablos se habrían tomado esos dos, que estaban frescos como dos lechugas?

Numa, la loba, estaba en perfectas condiciones. Mil, en cambio, caminaba más lento, a mi ritmo. Es como si el lobo supiera que yo no podía con mi alma.

Al llegar a la cima, me pregunté en silencio si lo que estaban viendo mis ojos era verdad o padecía una especie de alucinación. En lo alto, se vislumbraba un… ¿monolito?

Desde la posición del monolito, se veía algo parecido a una pared: un triángulo gigante de cristal que no reflejaba ni siquiera los rayos del sol.

—Jonás, ¿cuánto hace que está aquí? ¿Para qué sirve? —le pregunté boquiabierto.
—No tengo ni idea, pero ¿a que es impresionante?
—Impresionante no, lo siguiente. Y este monolito, ¿qué pinta aquí?
—Los monolitos marcan la posición de un lugar especial. Es como una chincheta en un mapa.
—¡Pues qué chincheta más grande! —dije en voz alta.

Jonás señaló los grabados en el monolito. De tan asombrado que estaba, ni siquiera me fijé en aquellos dibujos.

—¿Qué pone? —Parecía un niño que se pasa el día preguntando.
—Está escrito en punyabí, una lengua de la India y Pakistán. Reza: «Antes que vosotros, vinieron los pobladores de las estrellas para plantar la semilla que os hizo crecer en la Tierra».

Me quedé petrificado. No entendía nada. Tenía demasiadas preguntas que hacerle a Jonás y tan poco tiempo que, en un momento, se me pasó otra de mis ideas locas.

Al día siguiente, debía preparar la bolsa para volver a la cruda realidad. A mi ciudad de pollos sin cabeza, a mi rutina.

[Jaume]: Jonás sonrió con la frase de los pollos. Lucas me lo contó con una seriedad como nunca le había visto. Cada vez que exponía alguno de los momentos que vivió allí, se le ponían los pelos de punta. No era de miedo, más bien una mezcla de humildad, asombro, perplejidad, desasosiego, alegría, respeto… Todo muy extraño y real como la vida misma.

Preparar la vuelta

No quería abandonar a Jonás ni a Sarah. Fueron unos días increíbles que no olvidaré en mi vida, pero tenía que volver a mi rutina. El todoterreno me esperaba aparcado justo donde lo dejé el primer día. Me despedí de ellos con lágrimas en los ojos, la piel de gallina y con la esperanza de volver a vernos algún día.

Esta vez, el aeropuerto quedaba mucho más cerca. La ruta que me explicó Jonás no daba tanto rodeo.

—Si sigues por ese camino, con el sol siempre a la izquierda del morro, llegarás enseguida —dijo emocionado.

Estaba convencido de que no me perdería otra vez, pero para estar más seguro, introduje las coordenadas en el GPS. Dos horas más tarde, entregaba las llaves en la agencia, no sin antes llenar el depósito del maldito Renegade.

No se pueden hacer planes cuando viajas. Pensaba que en cinco horas estaría en casa y, sin embargo, tuvimos que hacer el aterrizaje de emergencia que te comenté por culpa del pobre mochuelo. ¡Qué susto, por favor! Me vino de golpe aquella letra que cantábamos de pequeños: «Para ser conductor de primera…», aunque aquí el conductor era un piloto con mucha experiencia.

No me gustan las cosas que no puedo controlar, pero, por suerte, no pasó nada más. Subimos a otro avión y, por fin, continuaríamos destino hacia Barcelona. Ya estaba en ruta de nuevo.

En el avión tuve tiempo para hacer un resumen mental de todas las vivencias. Una experiencia de esa categoría no creo que la olvide en toda mi vida. Diez días intensos, cargados de aventuras, desventuras, gratificación por los esfuerzos, situaciones comprometidas, sensación de ahogo, momentos de sublimación y misterio.

[Jaume]: «Cuando Lucas me dijo que, en el cambio de avión, había perdido de vista su portátil, no sabía qué hacer, si regañarle o matarlo a golpes. Suerte de mi contacto Borja. Que Dios, en su infinita benevolencia, le ofrezca asilo político en el cielo cuando llegue su hora».

Sobrasada de Menorca

[Jaume]: El sábado pasado, mientras nos comíamos una coca de sobrasada que me trajo Matilde en su último viaje a Ciudadela, Lucas sacó de su bolsa un trozo de metal triangular.

—¿Y esto qué es? —le pregunté con cara de asombro.
—Lo vas a flipar —dijo Lucas mientras se metía un trozo de coca en la boca.

Tenía un acabado perfecto, brillante como un faro LED. Lo encontré en una rendija el día que fuimos a la cueva con Jonás. Te juro que escuché cómo el triángulo pronunciaba mi nombre. No pude resistirme y me lo guardé en el bolsillo del chaleco.

—¿Y no te dijeron nada en el aeropuerto? ¿No lo detectó el arco de seguridad? —me preguntó Jaume.
—Te lo juro por tu colección de Madelmans que no se dieron cuenta. Yo estaba más nervioso que un filete de real, pensando que había sustraído del país un objeto, patrimonio de la cultura arqueológica turca, pero cuando crucé el arco, no saltó ninguna alarma.

El triángulo había desaparecido. Juraría que lo había guardado en el bolsillo de mi chaleco.

—¿Y cómo es que lo tienes aquí? —preguntó Jaume—.
—Es como en las películas de fantasmas; aparece y desaparece de repente.

Jonás tenía uno igual en casa. Mientras estuvimos merodeando por la cueva, me explicó todas las cosas que le ocurrieron desde que lo encontró en 1970. Por aquel entonces, Jonás era un recién licenciado con un futuro prometedor, una especie de Indiana Jones. Disfrutaba como un enano viajando con Andrea a los lugares más recónditos del mundo.

Su muerte lo frenó en seco. Lo desestabilizó de tal manera que dejó de viajar y desapareció del mapa.

En una de sus aventuras con Andrea, deambularon durante quince días por el desierto de Göreme, en Turquía. Siguiendo la ruta de la seda, se refugiaron en una cueva durante una tormenta de arena. Fue allí donde Jonás encontró el objeto triangular de metal.

Es el mismo que te estoy mostrando. No sé cómo explicarlo, pero genera algún tipo de frecuencia que produce una sensación de paz interior increíble. Un día te lo prestaré y sentirás cosas que no se pueden explicar con palabras.

—Entonces, ¿este objeto es el de Jonás? —preguntó Jaume.
—No. Jonás tiene el suyo. Este objeto se duplica cuando menos te lo esperas. Es como si supiera que lo necesitas y te encuentra. Otro día te explicaré más cosas, pero antes tengo que acabar un encargo que me hicieron en la empresa. Quería comunicarte que este será mi último trabajo. El mes que viene, vuelvo a casa de Jonás. Todavía me quedan muchas preguntas por hacerle.

—Jaume, ya que estás cerca de la cocina, ¿podrías traer dos cervezas más y el resto de la sobrasada? Creo que he traído mucha hambre de Hatti.

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