Phando

Un corazón de madera en el Universo profundo

En los confines de la Vía Láctea, más allá de los mapas estelares conocidos por la mayoría de las civilizaciones de carbono, flotaba Xylos, un exoplaneta de una inusual iluminación iridiscente. No era un mundo de océanos de agua o continentes rocosos, sino una gigantesca y antigua masa de madera cósmica, el esquilmo de un árbol ancestral que, según las leyendas más antiguas de la galaxia, se desprendió hace eones de la mismísima Alcyone, una de las brillantes estrellas de las Pléyades. Su tronco, tan vasto, se había convertido en un mundo por derecho propio. Sobre su superficie, aferrada a las vetas profundas y las cicatrices milenarias, se alzaba Phando, la gran ciudad de madera.

Phando no era una ciudad construida con madera, sino de madera. Sus edificios, altos y esbeltos como rascacielos orgánicos, emergían directamente del tejido del planeta. Las calles eran pasadizos pulidos por el tiempo, las casas eran nudos y cavidades excavadas con precisión, y el aire mismo vibraba con el aroma dulce y terroso de la lignina. Visto desde la órbita, Phando parecía una intrincada escultura flotando en el vacío, un skyline de astillas y fibras que desafiaba la lógica de la construcción espacial.

La vida en Phando era un delicado equilibrio. Sus habitantes, seres hechos de una biomasa consciente y adaptable, vivían en perfecta armonía con su entorno. No había metal, ni plástico, ni hormigón. Todo era madera, desde los utensilios más pequeños hasta las gigantescas naves que ocasionalmente se aventuraban a las lunas cercanas en busca de recursos naturales. La energía se extraía directamente de la savia cristalizada del planeta, y la comunicación se realizaba a través de redes fúngicas bioluminiscentes que pulsaban bajo la corteza de la ciudad.

Entre los ciudadanos de Phando, destacaban algunos por sus roles esenciales y sus personalidades singulares.

Serrín era un ser diminuto y vivaz, cubierto por las finas partículas que le daban nombre. Serrín no era solo un recolector; era el bibliotecario de la ciudad, el guardián de los susurros y los secretos. Su tamaño le permitía deslizarse por las grietas más pequeñas, escuchar las conversaciones más discretas y, lo más importante, sentir las vibraciones más sutiles del planeta. Era el primero en notar cualquier cambio en la estructura de Phando, un temblor lejano, una veta que se secaba, o un crujido inusual en las profundidades. Su mente era una biblioteca de datos, y su memoria, tan fragmentada y precisa como el serrín mismo, le permitía conectar hilos de información que otros pasaban por alto.

Viruta, un artista en el más amplio sentido de la palabra, era uno de los pocos bohemios que aún permanecía con vida. Su cuerpo, flexible y ondulante, se movía con la gracia de las virutas recién cortadas. Viruta no construía, sino que creaba. Con sus manos hábiles, transformaba los desechos de madera en intrincadas esculturas que adornaban las plazas de la ciudad, o en delicados instrumentos musicales que producían melodías etéreas al ser soplados por las corrientes de aire del planeta. Su sensibilidad no se limitaba al arte; Viruta era el corazón emocional de la comunidad, el que escuchaba las penas y alegrías de sus vecinos, el que tejía los lazos invisibles que unían a Phando.

Taco, robusto, macizo, con una presencia innegable. Era la fuerza motriz de la ciudad y el encargado de las grandes obras, de mover los bloques de madera más pesados, de asegurar las estructuras más altas. Su paciencia era tan inquebrantable como su fuerza, y su lealtad a Phando era absoluta. Taco no era de muchas palabras, pero sus acciones hablaban por sí solas. Era el ancla de la comunidad, el que ofrecía estabilidad cuando todo lo demás parecía incierto.

Finalmente, estaba Tenazas, el oficial de orden de Phando. Su cuerpo, formado por piezas de madera dura y articulada, era el único en toda la ciudad que poseía unos imponentes brazos de hierro, forjados en los legendarios hornos de Kaguipuhazie, un lugar de profundas minas y forjas ancestrales en una luna cercana, conocido por su producción de metales puros; una especie de Mordor, pero con un ambiente mucho más amigable y dedicado a la artesanía. Los brazos de Tenazas le daban una apariencia formidable, casi robótica. Tenazas se tomaba su trabajo muy en serio, patrullando las vetas y los pasadizos con una seriedad que rara vez se rompía. Sin embargo, la verdad era que en Phando, los crímenes eran casi inexistentes. Las disputas se resolvían con diálogo, los recursos se compartían equitativamente, y la armonía era la norma. Tenazas pasaba la mayor parte de sus días dirigiendo el tráfico de las naves de savia o ayudando a los más pequeños a recuperar sus juguetes perdidos. Su vida era tranquila, quizás demasiado tranquila para un «poli» tan dedicado.

La paz en Phando era casi legendaria, una utopía de madera flotando en el cosmos. Pero incluso en las utopías más perfectas, las semillas del cambio, o de la amenaza, pueden germinar en silencio.

Años antes, cuando Phando aún estaba en sus primeras etapas de desarrollo, enfrentó un desafío de recursos. La savia cristalizada, aunque abundante, no era infinita, y la expansión de la ciudad requería una gestión más eficiente. Fue entonces cuando Viruta, en uno de sus viajes interplanetarios para buscar inspiración artística, conoció a Elbor.

Elbor no era de Phando. Era un anciano carpintero de un mundo lejano, un artesano con una sabiduría sobre la madera que trascendía la mera técnica. Sus manos, curtidas por décadas de trabajo, parecían entender el alma de cada veta, cada nudo. Viruta y Elbor conectaron de inmediato, compartiendo una pasión por la belleza y la funcionalidad de la madera. Elbor, fascinado por la existencia de Phando, compartió con Viruta sus vastos conocimientos sobre la optimización de recursos, el crecimiento sostenible y la resiliencia de la madera. «Si algún día necesitas ayuda, Viruta,» le dijo Elbor con una sonrisa sabia, «no dudes ni un segundo en contactarme. Mi conocimiento está a tu disposición.»

Viruta regresó a Phando con un corazón lleno de gratitud y una mente repleta de nuevas ideas. Implementaron muchas de las sugerencias de Elbor, lo que permitió a la ciudad prosperar durante centurias. La promesa de Elbor se convirtió en un recuerdo preciado, una garantía silenciosa de que no estaban solos en el universo.

Desafortunadamente, años más tarde, la noticia de la muerte de Elbor llegó a Phando a través de las redes de comunicación intergalácticas. Fue un golpe para Viruta, que había llegado a considerar al viejo carpintero como un mentor y un gran amigo. Sin embargo, la noticia venía con una nota adicional: Elbor había dejado un legado: Arceo; su hijo heredó no solo su memoria, sino también su inigualable conocimiento sobre la madera y su peculiar habilidad para darle vida.

El tiempo pasó, y Phando, aunque próspera, comenzó a sentir de nuevo la presión de sus recursos. La población crecía, las nuevas estructuras se alzaban, y la savia cristalizada, aunque gestionada con cuidado y esmero, mostraba signos de agotamiento. Fue entonces cuando el Consejo de Ancianos, a sugerencia de Viruta, decidió que era hora de buscar ayuda externa una vez más. Recordando la promesa de Elbor y la reputación de su hijo, enviaron una baliza de emergencia a las coordenadas que Elbor había proporcionado. Necesitaban a un consultor experto en la materia, alguien que pudiera ver más allá de sus propias limitaciones y ofrecer soluciones innovadoras.

La llegada de Arceo a Phando fue un evento. Su nave, una esfera de madera pulida y brillante, aterrizó suavemente en la Plaza Central, haciendo que Taco tuviera que mover algunas estructuras para despejar el camino. De la rampa descendieron dos figuras. La primera era Arceo mismo. Una curiosa peculiaridad lo acompañaba: cuando se emocionaba o se concentraba intensamente, un dulce aroma a savia fresca se desprendía de él, volviéndose más intenso cuanto mayor era su fervor.

Junto a él, con una agilidad sorprendente para su tamaño, venía su ayudante, Diflubenzuron. Se trataba de un ser pequeño, casi imperceptible, con múltiples apéndices finos y una capacidad asombrosa para el sigilo. Su nombre, que en el idioma de Arceo significaba «el que desarma lo pequeño», ya adelantaba su especialidad. Diflubenzuron era un experto en micro-organismos, en la biología de las plagas y en las soluciones biológicas para mantener el equilibrio ecológico de los ecosistemas de madera. Su presencia era un susurro, pero su conocimiento, una biblioteca.

El recibimiento fue cálido. Viruta, conmovido, abrazó a Arceo, sintiendo una conexión invisible con su viejo amigo Elbor. Arceo, con su voz resonante y amigable, expresó su gratitud y su compromiso. «Mi padre siempre habló de Phando con gran admiración y para mí es un gran honor seguir sus pasos.

Durante las semanas siguientes, Arceo y Diflubenzuron se sumergieron en el estudio de Phando. Arceo, con su tableta de abedul, analizaba los flujos de savia, la densidad de la madera en las estructuras y los patrones de crecimiento. Diflubenzuron, por su parte, se deslizaba por las vetas, examinando el subsuelo, las raíces y las cavidades ocultas. Serrín, el bibliotecario, se convirtió en su sombra, proporcionando datos históricos y susurros de la ciudad. Taco, con su fuerza, les abría caminos y se deshacía de los obstáculos que pudieran entorpecer las investigaciones. Tenazas, aunque al principio se mantuvo escéptico ante la necesidad de un «consultor», observaba con interés la meticulosidad de Arceo.

Las recomendaciones del hijo de Elbor eran innovadoras. Propuso nuevos métodos de recolección de savia que no dañaban el tejido del planeta, técnicas de construcción que maximizaban la resistencia con menos material, y sistemas de reciclaje de desechos de madera que los convertían en nutrientes para el suelo. Phando estaba en el camino de la optimización, y la esperanza florecía.

Pero la paz en Phando era una ilusión. En las profundidades de las vetas más antiguas, donde la luz apenas llegaba y el silencio era denso, una amenaza se llevaba gestando durante siglos. No era una amenaza externa, sino una interna, una rebelión silenciosa que estaba preparada para emerger: las termitas asesinas.

No se trataba de las termitas comunes que se alimentaban de madera muerta. Eran una subespecie mutada a consecuencia de una bomba termonuclear, con una inteligencia colectiva aterradora y una capacidad destructiva sin igual. Durante generaciones, habían vivido en las sombras de Phando, alimentándose de las raíces más profundas, construyendo una red subterránea de túneles y cámaras, y observando a los habitantes de la superficie. Su objetivo: tomar el control de Phando, convertirla en su propio reino, y consumir su esencia hasta la última fibra.

Los primeros signos fueron sutiles. Serrín, con su sensibilidad, notó pequeños cambios en las vibraciones de la ciudad. Un zumbido apenas audible en las noches, un ligero temblor en las paredes de las estructuras más antiguas. Lo reportó a Tenazas, quien lo atribuyó a los trabajos de optimización. Viruta sintió una inquietud en el «corazón» de la ciudad, una disonancia en la armonía de Phando. Taco notó que algunas vetas parecían más blandas de lo normal, pero lo achacó a la humedad.

Arceo y Diflubenzuron, sin embargo, eran más perspicaces. Mientras investigaban las raíces del planeta para sus planes de optimización, Diflubenzuron detectó anomalías en la composición del suelo. Pequeñas esporas, rastros de una feromona inusual. Arceo, al ver los datos en su tableta, frunció el ceño. Su nariz se alargó un milímetro. ‘Esto no es normal, Diflubenzuron,’ murmuró. ‘Hay algo más que simple agotamiento de recursos aquí.

La verdad se reveló de forma brutal. Un día, mientras el sol del exoplaneta bañaba Phando con su luz iridiscente, una luz que, irónicamente, velaba una tensa quietud, la ciudad vibró con una fuerza inusitada. No era un temblor de tierra, sino un estruendo que venía de las profundidades. De repente, miles de agujeros aparecieron en las paredes de las estructuras, de cuyo interior emergieron oleadas de termitas asesinas. Eran criaturas de un color oscuro, con mandíbulas afiladas como cuchillas y ojos rojos brillantes. Su número era abrumador, y su ferocidad, aterradora.

El golpe de estado había comenzado

Las termitas se movían con una velocidad increíble, mordiendo la madera con una voracidad devastadora. Los ciudadanos de Phando, acostumbrados a la paz, fueron sorprendidos sin poder reaccionar. El pánico se apoderó de las calles. Tenazas, el oficial de orden, intentó organizar una defensa, pero sus brazos de hierro de Kaguipuhazie, diseñados para mantener la paz, eran inútiles contra la marea de insectos. Taco intentó bloquear los túneles con grandes bloques de madera, pero las termitas los roían con una rapidez alarmante. Serrín corría por todas partes, intentando alertar a todos, mientras Viruta sentía cómo la armonía de su amada ciudad se desgarraba.

La Plaza Central, donde Arceo y Diflubenzuron estaban presentando sus últimos hallazgos, se convirtió en el epicentro del caos. Las termitas avanzaban sin piedad, destruyendo todo a su paso. Arceo, con su nariz ahora notablemente más afilada por la tensión, observaba la devastación. «¡Diflubenzuron, mis datos no predijeron esto!» exclamó.

«No, maestro,» respondió Diflubenzuron, con la voz como un silbido, «porque esto no es un problema de recursos, sino de insurgencia. Son termitas mutadas, con un intelecto colectivo. Están organizadas.»

En medio del caos, la mente de Arceo, entrenada para la lógica y la optimización, comenzó a trabajar a toda velocidad. Diflubenzuron, con su conocimiento de la biología de las plagas, proporcionaba datos cruciales.

«Necesitamos un plan,» dijo Arceo, con voz firme a pesar del asalto. «No podemos luchar contra ellas uno a uno. Su número es demasiado grande.»

«Su fuerza está en su número y en su capacidad para roer la madera,» explicó Diflubenzuron. «Pero también es su debilidad. Dependen de la humedad y de la cohesión de la colonia. Si podemos interrumpir su comunicación y su fuente de hidratación…»

Arceo asintió. «Necesitamos una estrategia que las ataque en su punto más vulnerable, no en su fuerza. Y necesitamos la ayuda de todos.»

El primer paso fue establecer un centro de mando improvisado en la estructura más sólida de Phando, reforzada por Taco. Tenazas, aunque frustrado por la ineficacia de sus métodos habituales, se puso a disposición de Arceo, ansioso por restaurar el orden. Sus brazos de hierro, que antes parecían excesivos, ahora se revelaban como una ventaja inesperada. Viruta, con su capacidad para conectar con la gente, ayudó a calmar a los ciudadanos y a organizarlos. Y Serrín, el bibliotecario, se convirtió en el mensajero vital, llevando y trayendo información por los pasadizos más recónditos.

Arceo y Diflubenzuron, con la ayuda de Serrín, identificaron los puntos clave de la red de túneles de las termitas. «Su reina debe estar en el centro de esta red, en las profundidades del planeta,» explicó Diflubenzuron. «Ella es el cerebro, la que emite las feromonas que las coordinan. Si la aislamos, o la neutralizamos, la colonia se desorganizará.»

La estrategia de Arceo y Diflubenzuron era audaz y multifacética. Primero, para la deshidratación y desorientación, Diflubenzuron propuso usar un extracto vaporizado de una planta de Phando, que deshidrataría rápidamente a las termitas y alteraría sus receptores de feromonas, sembrando la confusión en sus filas.

En segundo lugar, para crear trampas de vibración, Serrín ideó un sistema acústico. Con su conocimiento de las vibraciones de la madera, amplificaría ciertos zumbidos para atraer a grandes grupos de termitas a zonas específicas. Una vez allí, Taco sellaría las entradas con bloques de madera previamente bañados en un potente líquido anti-termitas, también desarrollado por Diflubenzuron.

Finalmente, la parte más arriesgada del plan era el aislamiento de la reina. Arceo propuso una misión crítica: modificar naves de savia con escudos de resina endurecida para perforar las capas más profundas de Phando y liberar el vapor deshidratante directamente en el nido de la reina, esperando así cortar de raíz la coordinación de la colonia.

La implementación fue una carrera contrarreloj. Los ciudadanos de Phando, bajo la dirección de Viruta, comenzaron a fabricar los vaporizadores y a recolectar el extracto de la planta. Taco y su equipo trabajaron incansablemente para sellar los túneles secundarios, desviando a las termitas hacia las trampas de Serrín. Tenazas, con su seriedad habitual y la resistencia de sus brazos de hierro, coordinaba la defensa en los puntos vulnerables, asegurándose de que los vaporizadores se desplegaran correctamente y sirviendo de barrera física cuando fuese necesario.

Arceo y Diflubenzuron lideraron la misión más peligrosa. A bordo de una nave de savia modificada, se adentraron en las entrañas del planeta, siguiendo las indicaciones de Serrín sobre la red de túneles. La nave se abría paso a través de la madera, el chirrido resonando en la cabina. Las termitas, al sentir la intrusión, intentaron detenerlos, pero la resina endurecida de la nave resistía sus mandíbulas.

Finalmente, llegaron al corazón del nido. Era una vasta caverna, húmeda y palpitante, donde la reina termita, una criatura horrible y grotesca, permanecía rodeada por miles de sus súbditos

«¡Ahora, Diflubenzuron!» gritó Arceo.

Diflubenzuron activó los vaporizadores. Una niebla densa y verdosa se extendió por la caverna. Las termitas comenzaron a agitarse, desorientadas, moviéndose erráticamente. La reina, presintiendo su final, emitió un chillido de furia en vano, ya que su control sobre la colonia se debilitaba.

Mientras el vapor hacía efecto, Arceo y Diflubenzuron activaron un segundo dispositivo: un emisor de ondas de frecuencia que interfería directamente con las feromonas de la reina. La criatura se retorció, mientras su grotesco cuerpo se convulsionaba. Sin su guía, las termitas asesinas se volvieron caóticas, atacándose entre sí, incapaces de coordinar sus movimientos.

La batalla no terminó de inmediato, pero la marea había cambiado. Con la reina neutralizada y la colonia desorganizada, las termitas restantes se dispersaron, buscando refugio o sucumbiendo a la deshidratación. Los ciudadanos de Phando, ahora armados con los vaporizadores y las trampas de Serrín, lograron repeler los últimos ataques.

En los días siguientes, Phando comenzó la ardua tarea de reconstrucción. Las cicatrices de la batalla eran profundas, pero la ciudad de madera había prevalecido. Arceo y Diflubenzuron se quedaron para supervisar la recuperación, asegurándose de que la red de túneles de las termitas fuera sellada permanentemente y de que no quedaran rastros de la amenaza.

La nariz de Arceo, que se había alargado considerablemente durante la crisis, volvió lentamente a su tamaño normal. Había demostrado no solo ser un consultor brillante, sino también un líder valiente y un estratega ingenioso. Su presencia había sido vital, un eco de la promesa de Elbor que había salvado a Phando.

Serrín, Viruta, Taco y Tenazas se convirtieron en héroes locales. Serrín, con su conocimiento de los susurros de la ciudad, se encargó de establecer un sistema de alerta temprana. Viruta, con su arte, creó nuevas esculturas que contaban la historia de la batalla y la resiliencia de Phando. Taco se dedicó a reconstruir las estructuras dañadas con una fuerza renovada. Y Tenazas, aunque su trabajo seguía siendo mayormente preventivo, ahora tenía una historia real que contar sobre cómo había defendido su amada ciudad, con la ayuda inestimable de sus brazos de hierro forjados en Kaguipuhazie.

Phando, la ciudad de madera en el espacio profundo, había enfrentado su mayor desafío emergiendo con más fuerza. La paz había regresado, pero ahora era una paz más consciente, forjada en la experiencia y la gratitud. Y en el corazón de esa paz, resonaba la promesa de un viejo carpintero y la sabiduría de su hijo, que habían viajado por el cosmos para salvar un mundo hecho de sueños y madera.

En Xylos, el planeta de madera, la ciudad de Phando vive en paz hasta que una plaga amenaza con destruirlo todo. Descubre esta épica historia de supervivencia.

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