De Bellvitge a la Mina
Por fin, después de quince años invertidos en el transporte público, la Gertru consiguió cambiarse de barrio y de piso. En Bellvitge, compartía un pequeño espacio con su madre y su abuela. Ambas enviudaron demasiado temprano. Adolfo, su padre, murió de cáncer de páncreas en el hospital de Bellvitge y su abuelo Roberto, por culpa de una granada de la Guerra Civil que debió encontrarse mientras paseaba con su perrita Luci, cerca de Cal Masover. Cosas del destino.
Gertrudis trabajó media vida en la mercería Goya de Sant Adrià del Besós, y cuando la cerraron, una clienta de la tienda le dijo que en la residencia donde estaba ingresada su madre, necesitaban personal y enseguida pensó en ella.
Un fin de semana que no tenía planes, reprodujo su viaje en los TMB para darse una vuelta por la zona de la residencia. Salió de casa por la mañana y no regresó hasta pasadas las diez de la noche.
A las ocho de la tarde, cansada ya de tanto caminar, calle arriba, calle abajo, algo le llamó la atención. Reculó sobre sus pies y fijándose con más atención, vio enganchado en la fachada de un bloque de pisos en Ramon Llull, un cartel en el que anunciaban un piso económico con derecho a compra. Mucho dinero no tenía, pero pensó que tal vez era una señal y llamó al teléfono que aparecía.
Nuevas vistas
El martes siguiente, Gertrudis firmó el contrato de su nuevo piso tomando un café con el señor Eusebio. Un tipo mezcla de gánster y nuevo rico, dueño de un colmado que tenía el aspecto de no haberse pintado en años, pero las buenas condiciones que le ofreció pesaban más que lo destartalado de su aspecto.
Dos viejos amigos de la Gertru la ayudarían con las mudanzas el siguiente fin de semana de la firma. En su nuevo hogar, viviría ella sola, sus plantas, sus gatos y nadie más. Hacía años que tendría que haber dado el salto, pero le sabía mal dejar colgada a su madre y a su abuela.
El piso estaba compuesto por tres habitaciones, una cocina amplia y un solo baño que, para su alivio, sería solo para ella, con sus cremas, jabones, lociones y enseres de cosmética, que por fin no tendría que compartir. La sala no era ni grande ni pequeña, pero para una persona bastaba. Cuando salió al balcón, se le abrieron los ojos como platos. No era como se lo describió don Eusebio, pero le daba igual. Tenía espacio suficiente para su mini-huerto y esa colección de flores que tanto adoraba.
Con la imagen del balcón grabado en su mente, Gertrudis se dijo: —Menos da una piedra. No es lo que esperaba, pero servirá.
Su nuevo hogar estaba en la calle Ramon Llull, 495, a tan solo quince minutos del nuevo trabajo que le facilitó la señora Matilde, la clienta de toda la vida de la mercería. ¿Qué más podía pedir? Y encima dispondría de un balcón en el que colocaría todas sus plantas. Se sentía muy feliz.
El buen hacer de esta mujer, el don de gentes, esa energía que irradiaba por todos los poros de su cuerpo, le sirvió como carta de presentación para colaborar en la parroquia de la Mina, en el centro social, y aún le quedaba tiempo para enseñar moral a los chavales de la escuela que quedaba a dos minutos de su casa.
Las plantas crecían. El balcón se le empezaba a quedar pequeño. Soñaba con que un día tendría una terraza magnífica en la que instalar su huerto urbano y sus hermosas flores. Se pasaba horas arreglando su pequeño oasis. Unos geranios a la derecha, margaritas a la izquierda y justo en frente de tres bonsáis, dos maceteros con rosas.
Habían pasado dos años desde que se mudó al barrio. Un día de finales de marzo, el señor Eusebio le comunicó que, en breve, quedaría libre el ático. Los antiguos inquilinos habían decidido volver al pueblo para pasar allí los últimos años de su vida. Don Cosme y su mujer, Adela, vinieron de Casas del Monte, un pueblo de montaña de la provincia de Cáceres, y querían volver antes de que fuera demasiado tarde.
El fin de semana siguiente, Gertru le pidió a don Eusebio que le mostrara el ático. Sabía perfectamente que no podría recoger las cuarenta mil pesetas que pedía como paga y señal. El sueldo de la mercería y el poco dinero que ganó como profesora de canto en la parroquia de Bellvitge, no llegaban ni a veinticinco mil, pero tenía curiosidad por ver el ático.
Samuel Gutiérrez, un profesor llegado de Soria que había ganado unas oposiciones por obtener una nota muy alta, motivo suficiente para permitirle escoger plaza, se le adelantó. Tenía el dinero para la entrada. El señor Eusebio no se lo pensó ni cinco minutos. Cerró el contrato con él y Gertru se quedó sin su ático.
Don Eusebio hizo muchos duros en los años sesenta con el trapicheo de la chatarra. Gángster sí, pero tonto no. Con el dinero que ganaba montó un pequeño colmado en el que se podía encontrar de todo. Barato no era, pero sabías que te salvaría en más de una ocasión. Si dabas una vuelta por la tienda, podías encontrar desde un tornillo de métrica 8, filtros para la aspiradora, un queso de Arzua de Navarra o pilas para una radio. Con el tiempo, compró un pequeño local, justo a tres calles del primero. Lo alquiló un par de años y el dinero que sacaba del arrendamiento lo invirtió en la compra de otro local. De esta forma, ganó dinero a mansalva. Lo llevaba en la sangre. Compró varios pisos en el Poble Nou y en la Mina. Los arreglaba de aquella manera y los vendía o alquilaba según se levantara aquella mañana.
Soltera y sin compromiso
Gertrudis nunca se casó. No encontró a su príncipe azul. Un buen hombre al que le gustaran las plantas, los gatos y el canto coral. Todo en ese orden. La mayoría de los hombres que circulaban por el barrio no compartían sus gustos. Preferían jugar al dominó, mirar el fútbol por la tele de bar o irse a pescar con los amigos.
La Trudis tenía la excusa perfecta; ahora no tengo tiempo, ya encontraré alguien más adelante, pero ese “alguien” no apareció y tampoco se organizó para tener más tiempo libre. Normalmente, después de trabajar en horario partido en la mercería Goya, iba un rato al Centro de día para sacarles una sonrisa a los abuelos y más de un paseo al parque. Ayudaba a preparar las cenas y si no tenía nada importante entre manos, se iba a la parroquia del barrio a cantar. Tenía tiempo para todos menos para ella.
¿Era la excusa perfecta para no relacionarse con el género opuesto o realmente tenía tanta vergüenza que prefirió permanecer casta y pura?
Aparte de las flores, otro de sus hobbies era todo lo relacionado con la costura, los botones, los hilos de colores, la lana, las telas de mil acabados. De pequeña, cuando iba a visitar a su tía Amanda, al barrio de la Torrassa, se podía pasar la tarde entera ordenando los cientos de botones que guardaba su “Ami” en aquellas latas redondas de galletas danesas, por tamaños, formas y colores.
Trudis gastaba dos tallas más que sus amigas, pero le importaba un pimiento rojo. Mientras fuese cómoda, la facha que podía tener quedaba en segundo plano. Era feliz con su aspecto. Tenía curiosidad por saber cómo demonios se metían en esas tallas tan pequeñas las actrices de cine. ¿Practicarían apnea para introducirse en aquellas faldas de tubo más estrechas que la calle de las Moscas? Aquellas mujeres tan bellas, ¿llevaban botones especiales anti rotura? Trudis era una gran aficionada al cine en blanco y negro de los años cuarenta.
Tenía una naturaleza bastante alegre y optimista. Soñaba con el huerto urbano que nunca tendría, con las plantas y flores que colocaría ordenadamente en aquella gran terraza que, un día, el señor Eusebio le mostró. Tres hileras de tomateras a la izquierda, Un cerezo enano en medio, cuatro maceteros a ras de suelo con fresas silvestres justo en frente de la puerta. Tal vez plantaría lechugas, calabazas y patatas; alguna parcela con alcachofas y si aún quedaba un poco de espacio, pondría judía verde. Con todo esto y la ayuda de su amiga Antonia, tendría más que suficiente para sacar provecho de su huerto urbano.
Cierta envidia sana corría por su espalda cuando visitaba la casa de planta baja de su amiga Manuela, que presumía de su huerto como quien farda con un anillo de diamantes. Te podías encontrar unos tomates con olor a pueblo, fresas aromáticas o lechugas con sabor a lechuga y no al hierbajo que vendía don Eusebio en su colmado.
Lo tenía todo pensado. Sus gatos se podrían pasear por la azotea sin tener que preocuparse, ya que los tejados más cercanos quedaban a una distancia prudencial como para sufrir por los felinos. Lluisitu y Senda, no tendrían ganas de aventurarse más allá de los límites de seguridad.
Tiempo para todos
Enseñaba música a los más pequeños. La mayoría de los chavales del barrio no eran creyentes. La Marieta, Luís, Pedrito y los nietos del señor Eusebio, aunque nacieron en Sant Adrià del Besós, no eran precisamente muy religiosos. En cambio, Mustafá de Eritrea, Lenin, de Moscú y Katia, de Polonia, lo eran mucho más. Quizás porque lo habían mamado en sus casas y ya sabemos que los críos imitan a sus padres…
¡Ostras!, me olvidaba de Andrea, una niña muy bonita que empezó el curso escolar a mitad de diciembre. Sus padres se pasaban la vida viajando por trabajo y hacía poco que se habían instalado en el Poble Nou, cerca de la rambla.
Aunque la parroquia donde Trudis daba las clases de música quedaba lejos del piso en el que se instalaron Mark y Anastazia, los padres de Andrea, estos decidieron llevar a la criatura allí. Las alabanzas de Bruno, un compañero de trabajo que hablaba maravillas de Gertrudis, fueron suficientes para convencerlos.
—Es una gran comunicadora y tiene una mano con los críos que ni te lo imaginas. Ya verás.
—Llevadla la semana que viene y ya me dirás que os parece. —Le dijo Bruno durante el receso de una sesión de trabajo.
La Trudis era una mujer muy querida en un barrio altamente marginado, situado en el extrarradio de la gran ciudad. Cuando nos viene a la mente el barrio de la Mina, piensas que están todo el día vendiendo droga o pegando tiros. Los “malajes” pueden moverse por cualquier barrio de una gran ciudad, lo que pasa es que “unos cardan la lana y otros se llevan la fama.”
Desde Soria
Samuel Gutiérrez, un personaje polifacético con una curiosidad desbordante, nació el 20 de octubre de 1954 en Vinuesa, un pueblecito rodeado de bosques, a pocos kilómetros de la Laguna Negra. Con ocho años ya se recorría todos los caminos de los bosques cercanos al pueblo, contemplando, con mucha calma, a los personajes que por allí merodeaban: paisanos, insectos, vacas, ovejas y algún turista que se hubiera extraviado por la España vacía. El amor y respeto que sentía desde bien crío por la naturaleza, le llevó, con los años, a trabajar como guarda forestal. En aquellos tiempos, no hacían falta tantas pruebas meritorias. Si podías diferenciar un pino de un roble o una haya, tenías muchos puntos para que te escogieran como guarda, y Samuel cumplía a la perfección con ese perfil.
A los dieciséis años, después de cursar los estudios obligatorios, accedió a una plaza de forestal en la Laguna Negra que, con el tiempo, le cambiaría la vida. Cuatro aptitudes destacadas en Sam, le permitieron, en su trabajo como forestal, seguir estudiando. Observación, tenacidad, calma y fuerza, fueron los cuatro pilares que lo acompañarían el resto de su vida.
Compaginó las labores forestales con los estudios de magisterio. El hecho de haberse apuntado a la Escuela Universitaria de Profesorado de Magisterio, en Soria, le permitió seguir estudiando con mucha libertad mientras cuidaba sus bosques. Cuando se sacó el título en el 79, entró directamente a trabajar en el Colegio Social de Medinaceli, momento en el que decidió finalizar su trabajo como forestal para dedicarse por completo a su otra pasión: la enseñanza. En solo dos años, obtendría el ciclo de Sociología y Educación física. Este hombre no podía permanecer quieto.
En su primera etapa como profesor en Medinaceli, Samuel se esforzaba por mostrarse cercano y comunicativo, pero la costumbre de la soledad a menudo le jugaba malas pasadas, haciéndole dudar entre comunicarse con sus semejantes o preferir la compañía de un buen libro en sus ratos libres.
El tiempo reglamentario para pedir un traslado era de dos años. Samuel tenía en mente pedir plaza en algún centro de Cataluña. Manuel, un primo de su madre que vivía en Badalona, también maestro, se ocupó de conseguirle toda la información que precisaba para empezar con los trámites del traslado.
—Con tu experiencia en familias con problemas y chicos sin objetivos, estoy convencido de que disfrutarás como un enano en algún instituto de barrios marginados. —Le insinuó Manuel.
Samuel deseaba continuar con el legado de su abuelo, maestro también, que luchó por la libertad de pensamiento en una época oscura de la España del 36.
Aunque era muy reservado, le conmovían los retos personales y, una vez en Barcelona, se dedicó a localizar colegios en barrios conflictivos. Empezó con el listado que le facilitó Manuel. El de la Mina, en Sant Adrià del Besós, fue la opción más afín a sus objetivos.
Encuentros
Cada día Samuel se cruzaba con Gertrudis en el rellano del ascensor, en la panadería o cuando “casualmente” coincidían en algún punto del barrio, pero nunca le decía nada más allá de los buenos días o frases tan tontas como “parece que va a llover”.
Qué fácil hubiera sido acorralarla en la portería y decirle lo que sentía por ella. Nunca había experimentado esa emoción por nadie. Aquella mujer tan llena de vida, solo tenía ojos para ayudar a la gente, a los débiles de espíritu que después de pasar por sus manos, se volvían fuertes, decididos. Era… como te lo podría decir… una mujer con una luz interior resplandeciente…
Sam daba clases de Sociología, Urbanidad y, de vez en cuando, de Gimnasia a chavales con problemas serios de convivencia en familias desestructuradas, con el propósito de hacer de ellos personas de provecho, con un futuro más alentador. Su idea de la enseñanza iba más allá de lo estipulado. Intentaba que sus chavales llegaran a clase sin haber sufrido algún traumatismo típico de una pelea de bandas, sobre todo, en uno de los barrios más conflictivos de la ciudad.
Desde el ático de Samuel, con unos prismáticos recuerdo de sus épocas como guarda forestal, observaba el patio de la escuela. Cada mañana, después de saltar de la cama, se embutía en un chandal bastante desgastado, se preparaba un café y se lo tomaba con calma en su terraza. Se imaginaba a los chavales corriendo detrás de una pelota o jugando al “cavall fort”. Después, tomaría una ducha rápida para convertirse en un humano decente. Mientras limpiaba sus gafas con agua y jabón, se preguntaba en silencio cuándo llegaría el momento de hablar con la Trudis, de preguntarle cosas más íntimas y no esas idioteces del tiempo o de la carestía de la vida.
Y llegó el día, tal vez por casualidad, pura suerte o porque el destino estaba ya hasta las narices de ofrecerle pistas sin éxito. Llovía a mares. Gertrudis regresaba de la parroquía. Tenían ensayo, pero la mitad de los alumnos no acudieron. Medio barrio se había inundado y el autobús tuvo que cambiar de ruta por precaución. En la ruta de la parroquia a casa, se cruzó con Samuel, enfundado en un chubasquero de pies a cabeza. Por aquellas casualidades, acababa de salir de una tienda. Se había comprado un paraguas para ir un poco más mudado en los días de lluvia. El chubasquero era muy funcional y muy poco agraciado.
Justo al salir, Gertrudis pasaba por delante de él. Samuel la paró en seco y la invitó a que se refugiara debajo de su gran paraguas negro. Ella optó por aceptar su invitación. Pensó que sería mucho mejor tomar esa decisión que pasarse una semana en cama con un resfriado de caballo.
Aparentemente, uno podría pensar que en la vuelta a casa pasaría alguna cosa excepcional. Pues no. Samuel se limitó a acompañarla hasta la portería. Ella, muy amablemente, le dio las gracias por haberla salvado de tanta agua y, como habían hecho en tantas ocasiones, se saludaron con una sonrisa final, dándose las buenas tardes.
—Otra ocasión perdida, —musitó Samuel mientras metía la llave en la cerradura.
—Sin pedírselo, me ha traído hasta casa. Le regalaré una planta. Qué majete. —Pensó Gertrudis mientras se cambiaba de ropa.
Los preparativos
Los alumnos de Samuel, aparte de ser gamberros, también tenían buenas intenciones, le propusieron al director que montara una fiesta sorpresa, aprovechando que venía la celebración del Patrón de la escuela. Estaban más al corriente en los temas del amor que su profe. Se veía de lejos que el pobre estaba loco por los huesos de la Trudis. También sabían que era un pasmao y, o se organizaban para montarles una encerrona o estos dos se morirían sin haberse besado.
Subestiman demasiado la imaginación de los chavales. Creen que no se enteran de nada y saben más que el papa de Roma. Son expertos en liarla parda cuando la causa se lo merece. Estaban encantados con su profe y sabían que sería feliz como una perdiz con esa mujer.
Faltaba poco para la festividad del Patrón y el claustro de profesores, con la complicidad de los alumnos del señor maestro Samuel Gutiérrez, se pusieron manos a la obra. Dividieron el trabajo de la fiesta sorpresa por grupos. El subdirector era el enlace con todos ellos. No se sabe quién de ellos estaba más emocionado con la sorpresa que le iban a dar. Samuel se lo merecía. Era un buen hombre y junto a una buena mujer, la pareja sería la bomba.
A la fiesta estaban todos invitados. Los familiares del profesorado, de los chavales, el párroco del barrio, don Eustaquio, que era un lobo a la hora de engullir bocadillos de atún, la directora del Centro de día en el que trabajaba Gertru, su antigua jefa de la mercería. Incluso el “magnate” don Eusebio, que a pesar de ser un gánster y un pesetero, de alguna forma se convirtió en un actor importante en toda esta movida.
Me olvidaba de los chicos del coro. La Gertrudis, sin haberlo hecho expresamente, durante la mitad del curso escolar, les había enseñado el Canon de Pachelbel. En el barrio no había secretos y las noticias corrían como la pólvora. El director de la escuela propuso al claustro que la fiesta empezara con el canon. Se pusieron de acuerdo enseguida y siguieron fingiendo como si no pasara nada, para no levantar sospechas. La vida en la escuela seguía su curso normal.
Todos los viernes, hasta que se celebrara la fiesta, los chavales de la escuela y el resto de componentes del coro que provenían de Buen Pastor, Mongat Norte, Santa Coloma y, por supuesto, de Sant Adrià, se reunían “en secreto” para ir ultimando el guion que tenían previsto.
Bromeaban y hacían apuestas sobre qué caras pondrían los verdaderos protagonistas de la historia. Pensaban que su profesor se había tragado el palo de una fregona por lo tieso que iba por la vida. Respetaban a Gertrudis como si fuese la virgen María. Claro que siempre había alguna oveja negra que detestaba el cole, a los profes y a cualquiera que quisiera ponerlos firmes. Por suerte, Samuel y Gertru no eran de ese palo.
Los chavales tenían más curiosidad que el propio director. —Si con este sarao no se deciden o se dicen algo bonito, no sé cómo lo haremos. —Comentó al claustro Trujillo, el delegado de Social de cuarto curso.
Entre festivos y planes secretos
El guion que habían preparado con tanto esmero, los chavales junto al resto de profesores, se estaba cumpliendo al dedillo. “El Chopo”, uno de los alumnos más avispados de la escuela, era el encargado de espiar todos los movimientos de Samuel y Gertrudis, los verdaderos protagonistas de este jaleo.
Se acercaba el día. Tanto los chicos del coro como el resto de alumnos que formaban parte del fiestorro, lo tenían todo controlado. De las bebidas se encargaría el colmado del señor Eusebio. Los bocadillos y las pastas, saldrían de la panadería en la que Gertrudis compraba el pan todos los días.
Coincidiendo con la festividad de Sant Adrià del Besós, los colegios y estamentos públicos cerrarían un día entero. Algunos, los más espabilados, lo harían toda la semana, aprovechando la fiesta mayor o cualquier otra excusa. Todos, menos el colegio en el que trabajaba Samuel.
Para no levantar sospechas, el director del colegio ordenó a la secretaría que enganchara en el tablón de anuncios, el póster que anunciaba la fiesta en conmemoración del Patrón, para el segundo fin de semana de septiembre. Como que las clases acababan de empezar, no supondría demasiados quebraderos de cabeza para todos, alumnos, profes y sobre todo, los padres de los chavales que, hasta la fecha, no habían participado en un evento de tal calibre.
Vida de correcaminos
Gertrudis seguía inmersa en su cotidiana vida de correcaminos. Los lunes, miércoles y viernes, trabajaba media jornada, en el centro de día, con sus abuelitos favoritos. De hecho, todos, desde el más “joven” al más longevo, los consideraba como de la familia. No hacía distinciones. Esos abuelos que, de un modo u otro, levantaron el país, pasaban la última etapa de su vida, en el centro. A más de uno lo tenían aparcado como un coche viejo. No todos corrían la misma suerte.
En aquellos años, media jornada equivalía a diez horas seguidas, sin embargo, a Gertru no le importaba en absoluto. Amaba su trabajo tanto como a sus plantas.
Los martes solo trabajaba por la mañana. Todas las tardes las tenía ocupadas con la coral de la parroquia y el casal del barrio. El jueves se lo dedicaba a su tía Amanda. Gertru disponía casi por completo del fin de semana, por suerte.
Evidentemente, Gertru no sospechaba nada de ninguna fiesta; no tenía ni la más remota idea de que sus alumnos de la coral llevaban urdiendo un plan de ataque desde hacía meses con compañeros del colegio en el que trabajaba Samuel. Por su lado, este hombre tampoco sabía nada. Ambos seguían con sus quehaceres diarios, ajenos a las fechorías que estaban a punto de perpetrar alumnos, profesores y familiares, para que estas dos almas, sobrepasaran la línea de no retorno.
Y qué decir de Samuel. ¿Podríamos decir que era un romántico, chapado a la antigua, de los que viven su historia de amor en absoluto silencio? La primera vez que se cruzó con Gertru en la portería del bloque, notó algo en su interior. Un cosquilleo que no recordaba haber sentido en su vida. Desde la nuca hasta el estómago, pasando por sus costillas, una mezcla extraña de emociones desconocidas hasta entonces, se instalaron en todos los recovecos de Samuel. No podía o quizás, no sabía qué le ocurría. Está claro que él no lo podía convertir en palabras, en conceptos. Samuel no, pero la mayoría de chavales que estaban a su cargo, sí.
¿Acaso los que se enamoran desde el silencio son los últimos en enterarse? Tal como se está desarrollando esta historia, parece que así es.
…
Todo estaba a punto para el gran día. El sábado 8 de septiembre de 1990, se desarrollarían dos eventos importantes en la vida de muchas personas de Sant Adrià del Besós. Una doble celebración estaba a punto de comenzar.
Aparentemente, los accesos al colegio permanecían desiertos. El bullicio se concentraba en el interior. El Chopo, desde su escondrijo, vigilaba que no se colara nadie, a excepción de los organizadores.
Una semana antes, Leocadio, el guarda de la parroquia, dejó una nota en el atril del teatrillo, para que cuando llegase Gertrudis al ensayo, lo viera. «El próximo sábado, día 8, en homenaje a la colocación de la primera piedra del barrio de la Mina, el director del Institut, tiene el gusto de invitarla a una celebración privada que tendrá lugar en la sala de actos. Esperamos contar con su presencia». La nota estaba firmada por el subdirector del colegio de Ramon Llull.
La convocatoria era a las doce del mediodía. Gertrudis, aunque no puso ningún inconveniente, le extrañó no haberse enterado por sus alumnos, pero tampoco le dio importancia. No tenía planes para ese día y además eran las fiestas de Sant Adrià. A esa hora, el público que acudiría a escuchar el cánon de Pachebel, ya había ocupado sus asientos, entre los cuales se encontraba el señor Samuel.
Mientras, en las calles del barrio, los habitantes que no estaban vinculados directamente con la celebración secreta en el colegio, bailaban, reían, jugaban, mercadeaban y procuraban pasar, lo mejor posible, una fiesta que se intuía, a priori, igual que todos los años desde la creación de la Mina.
Treinta y cinco años después, la gente del barrio sigue recordando con profunda tristeza, aquel estruendo que resonó desde el Poble Nou hasta Mongat. El colegio saltó por los aires. No quedó una piedra sobre otra. En ese momento, todo el staff del centro, los muchachos, sus familias y el claustro de profesores, se encontraban en la sala de actos. ¿Qué pudo pasar?
El aviso llegaría veinticuatro horas después. Un equipo de geólogos franceses, historiadores especializados en la guerra civil española y un grupo de ingenieros canadienses, llevaban seis días llamando al consulado de Barcelona, para obtener un permiso de excavación. El lugar exacto se encontraba a unos veinte metros debajo de la sala de actos del colegio. Habían determinado que cuatro bombas de 250 kg, lanzadas por la Aviación Legionaria italiana, que no llegaron a explotar, quedaron atrapadas por el lodo de los bombardeos que se produjeron en marzo del 38.
Parece que la historia se repite. El abuelo de Gertrudis perdió la vida sin querer. A su último paseo le acompañó su inseparable perrita. Gertrudis tenía toda una vida por delante junto a Samuel si hubiesen tenido tiempo de hablar, reir, comunicarse. Del pobre Chopo no encontraron ni las botas que le habían regalado para su santo. El staff desapareció en una nube de polvo y escombros que llegaron hasta Santa Coloma de Gramenet.
La vida es aquello que pasa mientras perdemos el tiempo soñando, temiendo hacer el ridículo o simplemente pensando que ya tendremos tiempo para hacer aquello que queríamos. La vida es corta. Es una aventura en la que no sabrás con qué te vas a encontrar en la próxima curva.
Aprovecha el momento porque no sabrás nunca qué te depara el camino.
En memoria de Gertrudis y Samuel, dos almas puras que llegaron al cielo en un santiamén.